30 de setiembre de 2006

Lumos


Brillas .


Es el resplandor incoloro; el diáfano y espectral que envuelve los ojos claros. La corrupción silenciosa de la demencia; la fusión genérica entre los labios y la sonrisa maldita que domina la risa de oro, abominable. Cuando el silencio finalizó y fue dueña la conciencia del desprecio todo volvióse oscuro y triste; la melancolía había invadido cada rincón de la habitación de los espejos.

¿Cómo contrarrestar los rayos infernales de la mirada luciferina y fúnebre? ¿Cómo reconocer la potestad mágica y ruin que se ejerce ante los desvaríos, las amapolas, los perfumes de eucalipto y el caminar lento y desasosegado? Los dioses de la tragedia griega; el esplendor del dominio. Llama la nostalgia y la congoja, el saber que jamás la falsa, pura, límpida imagen que resplandece será más que una máscara que cubre miedos y perversiones; el despertar de la razón.

Siento tanto el poder de lo irreconocible, de lo etéreo. He despertado ya del sueño de lo infinito, de la pulcritud y el equilibrio. Habito entre las ciénagas de los extremos y las fobias obsesivas; el odio, la calamidad, el desastre, la belleza, la desnudez, el desprecio, la soberbia, el encanto...la perdición. Y reconozco el aura dorada que envuelve tu semblante; la magnánima y omnipotente que Aquel recubre con mantos de plata.


Brillas ..
Y siempre lo harás.

15 de setiembre de 2006

La Casa Gris


-¿Qué son aquellos ruidos?

María nunca permanecido hasta tan tarde en mi casa. Lo más probable era que se quedara a pasar la noche. Fue precisamente por eso que se extrañó al oír los ruidos que provenían aparentemente de la ventana. No me quedó más que sonreír de una manera irónica y compasiva, observando su preocupado semblante. Tal vez el ambiente contribuía demasiado a aquellas bromas crueles y sádicas que nos juega la imaginación en los momentos de angustia; humedad y niebla espesa que absorvía la realidad, cubriendo como con una capa a las resplandecientes bougainvilleas.

Al asomarse a la izquierda en la ventana de mi habitación aún se puede ver perfectamente la ciclo vía, cubierta de árboles y uno que otro faro resplandeciendo lánguidamente. El hospital imponente en ese entonces yacía oculto por efecto de la neblina, y a lo lejos se percibían luces. No había ningún carro en las dos pistas de sentido contrario que se encuentran paralelamente interceptadas por la ciclo vía, y podía sentir aquel viento suave y gélido que corría haciendo danzar a las hojas. Pero, antaño pude haber visto a la gran casa de al frente. Estuvo allí incluso antes de que yo naciera, como una quimera inexistente que toma la representación de algo tétrico e impío. Había algo en los rasgos curvilíneos y elevados de aquella mansión que me hacía pensar en paganos, ritos y adoraciones. Meras coincidencias; sólo imaginación. Era ella enorme, con un pequeño cerco y jardines largos y marchitos. La casa se encontraba completamente deshabitada, dueña de un aspecto siniestro y como maldito. Desde mi ventana se podía ver un balcón, cuya ventana no traslucía nada, con un cartel inclinado y antiguo que decía “Se Vende”. La puerta principal era de un color rojo, oscuro y antiguo, con adornos bellos y tristes. Alrededor del cerco sólo había tierra, y unos eucaliptos sombríos, casi negros por falta de agua.

Aquella mansión tuvo parte en mis juegos de infancia. A veces nos escondíamos tras el cerco, con aquella singular negligencia característica de los niños, y esperábamos allí bastante tiempo a que otros nos encontraran. Oí incluso que había una piscina. Y esas cosas me hicieron el tener unas terribles ansias de entrar allí. Hasta que al final lo conseguí; y no podré referir una mejor visión, tan bella y perturbada, como la que tuve en ese entonces, siendo aún niña: un vestíbulo amplio, con una majestuosa escalera de caracol y unos huecos en donde me dijeron alguna vez hubo vitrales, con el piso de madera completamente carcomido, y todo en general sumido en un estado de completo abandono. Incluso habían algunas plantas que habían crecido a modo de enredaderas. El silencio mortuorio que invadía cada rincón, y convertía un paso en sonidos de arena y madera rota.


María siguió haciéndome aquella pregunta. Por un momento perdí la razón, y al escuchar su insistente tono de voz, no me quedó nada más que explicarle que, efectivamente, había oído algo. Por mi ventana (que daba directamente al balcón) venían unos ruidos que al parecer eran lamentos y gemidos, como voces totalmente incomprensibles. Eran sonidos lánguidos y prolongados que sólo se escuchaban en las noches de invierno, en donde el silencio es completamente puro y no se percibe nada más. ¿Será eso? ¿O tal vez que no quise escucharlos en otro tiempo?

“Mientes”, me dijo, con una sonrisa entre temblorosa y de miedo. Me encogí de hombros, y seguí escribiendo. Ella me cogió de la manga de la bata, y me siguió diciendo que le contara la verdad. Ya lo hice, le dije. “Son tonterías. No esperarás que crea que allí, en esa casucha, penan”, susurró. La miré. Y, nuevamente, seguí escribiendo.


Así fue aproximadamente hasta que tuve once años. De pronto, adquirió comprador, y se quedaron tres personas a cuidarla: una señora, su esposo, y su hija. Pero ellos no durmieron jamás en la casa, sino en un apartado que se encontraba fuera de ella. Lo más curioso era que no querían decir por qué. Yo no creí que la fueran a derrumbar, y cada vez que podía, la contemplaba. Una noche llegué del taller de guitarra al que asistía. Habían llegado camiones y personas, dispuestos a demolerla. Fue en el verano. Las personas se encontraban alrededor de la casa sin saber qué hacer, y cuando se comenzó la demolición oí un grito de mujer demasiado agudo que paralizó a todos. Creyeron que había una chica allí dentro, pero no: no había nadie.

Han pasado tres años desde entonces. Si alguna vez el lector va por la avenida *, frente al * enorme, y ve un edificio * de aproximadamente * pisos en *, sabrá que allí estuvo la casa cuya historia refiero ahora.

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*= suprimido

11 de setiembre de 2006

Lilio


Cristo habrá allí de dormir. Los purpúreos atardeceres la arcaica diadema enardecen, cual ominosa cúspide dorada que a la consagración del imperio yació forjada. Ante el devoto brillo que a los hombres otorgó Flora los dominios languidecen y las doncellas bajo los añiles espejos lloran; muerta está la Primavera.

Los desiertos infecundos y solemnes en carro de Helios sobrevuelan. De los distantes cascabeles el sonido torna en una amargura eterna de rencor y olvido. Los delirios del Tártaro la añil atmósfera a dorada transforman y su vida adormecen. Es entonces que, exquisito y cruel, el polvo de arena entre la apatía se confunde; cadavérico y ruin, el Verano se aproxima.

Del metálico, hueco, grave clavecín la tenebridad infecta; el escarlata entre el esplendor de la miseria reina. Magnas, cerúleas, la melancólica galaxia ha recreado penurias de, por el llanto ingrávido y placentero entre los astros, las hojas rotas. Cristales. Del Eterno la inmaculada pulcritud y el abismo rojo; funesto lacrimal, distante Otoño.

Cayendo va la garúa por de las luces ciegas la infernal obra. Altiva y soberbia, de negros vestidos, la Crueldad sonríe; sabe que todo lo domina. Con los voraces jazmines, sigiloso e infame, el perfume de muerte se confunde. Los grises rostros con el manto de hilo rosáceo envuelve; ha llegado ya el Invierno.

9 de setiembre de 2006


desviste los rayos
Ya desnudos
que rozan las comisuras de tus labios
Celestes.

(entrégame esa dicha
en un cofre rojo
de lilas corbatas
- los elípticos atardeceres)


el perfume
de las manzanas secas.


y somételos a tus crueles torturas
de ruegos infieles;
- no queda ya esperanza alguna-
Martirizado el amparo
róbame las blancas violetas.

¿cómo
siento
el
destello
de
tu
pecho
ingrávido
si este yace
entre las sombras inerte?

¿cómo desierto tu arena?
Grito irascible


- ¡Magna condena!




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Poema invertido. A ella, no a el.

3 de setiembre de 2006

Regina Coelis

Regina y yo íbamos caminando en medio de aquella calle deshabitada, casi muerta. Las personas tardarían en aparecer. Habíamos pasado aquella casa rojiza y gris que se encontraba en la esquina de la avenida; la de ventanas enormes y enrejadas con arbustos muertos a su alrededor. Ella me oprimía la mano; yo sentía su perfume distante y maldito. Sus pasos eran largos y su mirada atroz, como la del gato que dejamos medio muerto al pie de la ventana de la casona. Sólo puedo recordar la caminata por los muros pequeños de otra de las casas ya derrumbada que pernoctaba, impasible, en la ciudad de L., y el silencio.
Estábamos inexplicablemente solas.
Ella se había enamorado de la casa antigua. Y yo no podía rehusarme a acompañarla a sus rituales maléficos en donde generalmente asesinaba gatos o paseaba por las habitaciones, desnuda, cortándose con los vidrios rotos y lanzando aquellas carcajadas imperceptibles bajo la manta de enredaderas rosa que cubrían las ventanas. Era temprano cuando caminábamos por la avenida de las casas antiguas, como la llamábamos. Aquella gris y roja y otra aún más majestuosa en el otro extremo eran las únicas que quedaban, pues la tercera, una llena de vitrales y jazmines azules, había sido destruida y ahora se encontraba allí un enorme edificio.

Alguien al parecer nos seguía. Pude intuirlo por el nerviosismo de Regina que, ya dirigiéndonos hacia un municipio, iba casi corriendo. Pero no nos detuvimos allí, ni siquiera para observar a las bougainvilleas púrpuras que siempre colgaba entre sus cabellos. Caminamos más, hasta llegar a una iglesia gótica. Imperiosa, majestuosa, solemne, se alzaba en medio de la miseria con un aire narcisista y cuyas puntas parecían estar hechas de nieve. Ingresamos e ignoramos el letrero que se encontraba en una puerta marrón. Todo cobró calma: el silencio sepulcral invadía la atmósfera como si se tratara de una dimensión paralela, y el olor a pintura, a antiguo, a muerte, impregnaba aquel hermoso cuadro que vi colgado en medio de todo. La Virgen María.
Medieval. Sus rasgos eran delicados y perfectos; pálidos, rosáceos, castos, límpidos. Una ráfaga de viento sopló y despeinó los cabellos de Regina que, dando un paso al frente, se dirigió hacia la virgen, brotando entonces su canto endemoniado;
- Ave María, muslo, espina
Tuyos fueron los pechos de nieve
Grávidos y cortantes como los labios de tu hijo Jesús;
Dulce paloma de Catalina
Mío es tu gozo, suyo el quiebre
De un “en tu lecho corrupto habré de forjar mi cruz…”
Su voz infecta. Infantil, gloriosa, seductora, siniestra, lo inundaba todo. Parecía que los ojos de la Virgen la miraran con profundo odio y devoción, como aceptando su potestad. La observé mientras aún no finalizaba su cántico profano. Al punto en que dijo ‘cruz’, volteó, imperturbable, y me lanzó los brazos al cuello. Te mataré, me dijo.
- ¿Por qué lo harás?
- Porque (...)* tanto que no concibes cómo ni por qué le canto a esta frígida.
- Sabes que me repugnas, y eso es todo. Ojala concibieras tú eso.

Trató de acercarse demasiado. La derribé de una bofetada, y sus mejillas púrpuras me sonrieron con rencor. Miró un pequeño cuadro de Santa Teresa y susurró “es perfecta”. Ah, los ojos verdes de Regina! Crueles y sádicos, en busca de placer y maleficio. Ojos que podían encontrarse en las muñecas de porcelana que guardaba en su habitación; muñecas inertes y frías, de labios rojos y gélidos, tal como ella. Criaturas espectrales e insomnes que lo penetraban todo con ambos luceros encendidos, ardiendo en la hoguera como hechiceras durmientes. Era tal vez ese su martirio; el no poder permanecer postrada en los mares de la eternidad junto a ellas, sabiendo que su naturaleza despiadada y atroz sólo conseguía el tormento de las almas cándidas que posaban sus ojos en ella. Suave congoja fue tal vez el tormento de las teclas del clavecín que la sumían en un trance inexistente y matizaban las delicadas líneas de su rostro, de sus delirios y de las insufribles muñecas de cristal.

* * *

Las luces diáfanas ingresaban entre la cortina de enredaderas, por la ventana, dando a descubrir el brillo rojizo del cabello castaño de Regina. ¡Cómo la aborrecía! Cómo detestaba su mirada frívola e infiel, sus labios escarlata y su refulgente piel. Ella lo percibía, cubriéndose el rostro para que sólo contemplase su abismal fantasía de cánticos gentiles con relación a las Santas que veneraba. Rosa de Santa María; Catalina, Teresa, Inés. Vírgenes esquizofrénicas, doncellas proféticas, jóvenes delirantes y perturbadas, según las llamaba. Lo que más le atraía era la demencia que cubría como con un fino velo su belleza, pues habían consagrádose a la voluntad del Eterno. “Lunáticas dichosas” susurraba ella, mientras me lanzaba una mirada interrogativa que ocultaba sus ansias de saber qué pasaba por mi mente.
- Sé que me desprecias.
- ¿Es relevante aquello?
- No. Tú, maldita, pretendes ser de hielo. Pero te conozco; a ti y a tus miedos, perversiones, delirios, fobias, los mismos que ocultas bajo el semblante puritano que el Magnánimo te otorgó. Conmigo eres débil; conmigo tus fortalezas no son más que áridos campos que recorro y cuyas flores de Jericó recojo.
- Aquella petulancia descarriada es la que origina tus desgracias, Regina. Sabes bien que no puedo alejarme de ti por la convicción maldita que ejerces, por los embrujos que respiro entre tus cabellos y el brillo inmaculado de tus ojos; más no por voluntad propia, y es aquello lo que desgarra tu psique. Conoces mejor que yo los artilugios que usas para doblegar mi cuerpo; cuerpo sustancial y pagano, pero jamás mi interior. Y es eso lo que no puedes concebir: cómo resisto tus dotes maléficos sin que aquellos me obliguen a reconocerte como única y absoluta.

Se lanzó sobre mí. Grité y traté de herirla con mis manos, pero su fuerza era mayor que la mía. Los gritos retumbaban en la habitación polvorienta y oscura, en donde no podía distinguir su rostro; sólo el perfume de sus cabellos. En el negro ambiente pude reconocer los ojos de la Virgen María que me observaban con lástima y derramaban dos perlas líquidas; los de Isabel Flores, la piadosa Rosa de Santa María, que se movían lentamente; y la voz de Inés, la virgen bella, la niña que cantaba con aquella voz maldita e infantil al compás de mis llantos “grávidos y cortantes como los de tu hijo Jesús…”. Antes de cerrar los ojos por última vez pude percibir el canto de las tres deidades, las vírgenes, que lloraban y reían, observándome con los brazos abiertos dispuestos a recibirme:
“¡Reina del Cielo!”
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*Suprimido

1 de setiembre de 2006

Christopher



Piedras en el agua
rozan tu columna vertebral.

Aquellos ojos, las esmeraldas
(proterva fuente de goce)
Tu delirio en la
aflicción.

aleatorio metamorfósico incauto sublime
- Dominio galáctico de rosas invernales -
Recogí la diadema
cuando abandonaste las sobras de
Dolor
Fruición
¡antídoto de Capricornio el mío,
inefable Alban!


Y brota ya la demencia
bajo tus labios cristianos / paganos,
vil animal.

presa de voces tuyas
abominables, luciferinas, encantadas
de una Diotima, de tus cristales
Y tu aflicción.


- Ante la perversión lúdica.