Regina y yo íbamos caminando en medio de aquella calle deshabitada, casi muerta. Las personas tardarían en aparecer. Habíamos pasado aquella casa rojiza y gris que se encontraba en la esquina de la avenida; la de ventanas enormes y enrejadas con arbustos muertos a su alrededor. Ella me oprimía la mano; yo sentía su perfume distante y maldito. Sus pasos eran largos y su mirada atroz, como la del gato que dejamos medio muerto al pie de la ventana de la casona. Sólo puedo recordar la caminata por los muros pequeños de otra de las casas ya derrumbada que pernoctaba, impasible, en la ciudad de L., y el silencio.
Estábamos inexplicablemente solas.
Ella se había enamorado de la casa antigua. Y yo no podía rehusarme a acompañarla a sus rituales maléficos en donde generalmente asesinaba gatos o paseaba por las habitaciones, desnuda, cortándose con los vidrios rotos y lanzando aquellas carcajadas imperceptibles bajo la manta de enredaderas rosa que cubrían las ventanas. Era temprano cuando caminábamos por la avenida de las casas antiguas, como la llamábamos. Aquella gris y roja y otra aún más majestuosa en el otro extremo eran las únicas que quedaban, pues la tercera, una llena de vitrales y jazmines azules, había sido destruida y ahora se encontraba allí un enorme edificio.
Alguien al parecer nos seguía. Pude intuirlo por el nerviosismo de Regina que, ya dirigiéndonos hacia un municipio, iba casi corriendo. Pero no nos detuvimos allí, ni siquiera para observar a las bougainvilleas púrpuras que siempre colgaba entre sus cabellos. Caminamos más, hasta llegar a una iglesia gótica. Imperiosa, majestuosa, solemne, se alzaba en medio de la miseria con un aire narcisista y cuyas puntas parecían estar hechas de nieve. Ingresamos e ignoramos el letrero que se encontraba en una puerta marrón. Todo cobró calma: el silencio sepulcral invadía la atmósfera como si se tratara de una dimensión paralela, y el olor a pintura, a antiguo, a muerte, impregnaba aquel hermoso cuadro que vi colgado en medio de todo. La Virgen María.
Medieval. Sus rasgos eran delicados y perfectos; pálidos, rosáceos, castos, límpidos. Una ráfaga de viento sopló y despeinó los cabellos de Regina que, dando un paso al frente, se dirigió hacia la virgen, brotando entonces su canto endemoniado;
- Ave María, muslo, espina
Tuyos fueron los pechos de nieve
Grávidos y cortantes como los labios de tu hijo Jesús;
Dulce paloma de Catalina
Mío es tu gozo, suyo el quiebre
De un “en tu lecho corrupto habré de forjar mi cruz…”
Su voz infecta. Infantil, gloriosa, seductora, siniestra, lo inundaba todo. Parecía que los ojos de la Virgen la miraran con profundo odio y devoción, como aceptando su potestad. La observé mientras aún no finalizaba su cántico profano. Al punto en que dijo ‘cruz’, volteó, imperturbable, y me lanzó los brazos al cuello. Te mataré, me dijo.
- ¿Por qué lo harás?
- Porque (...)* tanto que no concibes cómo ni por qué le canto a esta frígida.
- Sabes que me repugnas, y eso es todo. Ojala concibieras tú eso.
Trató de acercarse demasiado. La derribé de una bofetada, y sus mejillas púrpuras me sonrieron con rencor. Miró un pequeño cuadro de Santa Teresa y susurró “es perfecta”. Ah, los ojos verdes de Regina! Crueles y sádicos, en busca de placer y maleficio. Ojos que podían encontrarse en las muñecas de porcelana que guardaba en su habitación; muñecas inertes y frías, de labios rojos y gélidos, tal como ella. Criaturas espectrales e insomnes que lo penetraban todo con ambos luceros encendidos, ardiendo en la hoguera como hechiceras durmientes. Era tal vez ese su martirio; el no poder permanecer postrada en los mares de la eternidad junto a ellas, sabiendo que su naturaleza despiadada y atroz sólo conseguía el tormento de las almas cándidas que posaban sus ojos en ella. Suave congoja fue tal vez el tormento de las teclas del clavecín que la sumían en un trance inexistente y matizaban las delicadas líneas de su rostro, de sus delirios y de las insufribles muñecas de cristal.
* * *
Las luces diáfanas ingresaban entre la cortina de enredaderas, por la ventana, dando a descubrir el brillo rojizo del cabello castaño de Regina. ¡Cómo la aborrecía! Cómo detestaba su mirada frívola e infiel, sus labios escarlata y su refulgente piel. Ella lo percibía, cubriéndose el rostro para que sólo contemplase su abismal fantasía de cánticos gentiles con relación a las Santas que veneraba. Rosa de Santa María; Catalina, Teresa, Inés. Vírgenes esquizofrénicas, doncellas proféticas, jóvenes delirantes y perturbadas, según las llamaba. Lo que más le atraía era la demencia que cubría como con un fino velo su belleza, pues habían consagrádose a la voluntad del Eterno. “Lunáticas dichosas” susurraba ella, mientras me lanzaba una mirada interrogativa que ocultaba sus ansias de saber qué pasaba por mi mente.
- Sé que me desprecias.
- ¿Es relevante aquello?
- No. Tú, maldita, pretendes ser de hielo. Pero te conozco; a ti y a tus miedos, perversiones, delirios, fobias, los mismos que ocultas bajo el semblante puritano que el Magnánimo te otorgó. Conmigo eres débil; conmigo tus fortalezas no son más que áridos campos que recorro y cuyas flores de Jericó recojo.
- Aquella petulancia descarriada es la que origina tus desgracias, Regina. Sabes bien que no puedo alejarme de ti por la convicción maldita que ejerces, por los embrujos que respiro entre tus cabellos y el brillo inmaculado de tus ojos; más no por voluntad propia, y es aquello lo que desgarra tu psique. Conoces mejor que yo los artilugios que usas para doblegar mi cuerpo; cuerpo sustancial y pagano, pero jamás mi interior. Y es eso lo que no puedes concebir: cómo resisto tus dotes maléficos sin que aquellos me obliguen a reconocerte como única y absoluta.
Se lanzó sobre mí. Grité y traté de herirla con mis manos, pero su fuerza era mayor que la mía. Los gritos retumbaban en la habitación polvorienta y oscura, en donde no podía distinguir su rostro; sólo el perfume de sus cabellos. En el negro ambiente pude reconocer los ojos de la Virgen María que me observaban con lástima y derramaban dos perlas líquidas; los de Isabel Flores, la piadosa Rosa de Santa María, que se movían lentamente; y la voz de Inés, la virgen bella, la niña que cantaba con aquella voz maldita e infantil al compás de mis llantos “grávidos y cortantes como los de tu hijo Jesús…”. Antes de cerrar los ojos por última vez pude percibir el canto de las tres deidades, las vírgenes, que lloraban y reían, observándome con los brazos abiertos dispuestos a recibirme:
“¡Reina del Cielo!”
--
*Suprimido