23 de febrero de 2008

Ignis Fatuus


Lucius observó las aguas azules que emitían un vapor luminoso, como crueles atributos de la levitación fantasmal, y susurró para sí mismo,
- Ignis fatuus.

Aquella visión de tiempos pasados volvía una y otra vez. Retornaba y lo encontraba en la miseria, las ruinas de un abandono cándido y pueril cuya verdadera naturaleza había resultado siempre el de la muerte en vida. Una vida entre el polvo y los inviernos, el atraso y la desidia colectiva, la superstición y los encantamientos perdidos de antaño. De su bella mujer, Lætitia, sólo quedaba el recuerdo de las leyendas romanas y su fascinación por el Lago Gris, las eternas alegorías del fuego fatuo. Eran forasteros en una tierra hostil, lejos del esplendor de Romania*, donde habían sido desterrados y asesinada su joven hermana. Todo había pasado hace ya tanto. La frialdad de aquellas regiones, la desconfianza de sus habitantes, el dolor de haber perdido también a su mujer, lo habían convertido en un ser triste y solitario. El único motivo que tenía para seguir era la contemplación de aquellos seres celestes y diáfanos, un lazo que la unía a Lætitia mediante el Lago Gris.

Al pie del lago todo era, o al menos se veía, más frío. Las montañas cubrían el paisaje tenebroso de los bosques nórdicos, cuyos árboles marchitos resplandecían ante la nefasta acción del otoño. Nadie había recorrido los caminos abiertos entre las aldeas de W. y N. desde los tiempos de Harald Harfage, debido a la leyenda de los seres ocultos que habitaban los Bosques Negros. Aquellos que osaban atravesarlo jamás regresaban, y esto, sumado a las continuas desapariciones de pobladores, había sembrado el pánico en el poblado de W. Los habitantes estaban al borde del colapso y en un arrebato habían ajusticiado a dos familias acusadas de paganismo. Sus restos colgaban aún en la entrada a los Bosques Negros.


- El Aptrgongunmenn. Aquí, por la noche, caminan los muertos.
Así le había hablado una anciana, asustada, al ser sorprendida en la tumba de Lætitia.Tenía los ojos muy azules y el cabello de un color rubio casi albino, que inspiraba terror. Había esculpido en las piedras del sepulcro de su esposa unas inscripciones que al parecer eran siglas de un encantamiento rúnico.

THRAWIJAN HAITINAZ WAS
Indignado ante aquella profanación, hizo trisas las piedras antiguas. La anciana observó aquel gesto con recelo e imploró algo antes de irse. Lucius no le hizo caso. Encontraría la manera de salir de aquel pueblo infecto y cruel, lleno de espectáculos macabros que lo perturbaban enormemente. Huiría, dejando todo su pasado atrás, incluso del fuego fatuo en donde había aprendido a amar en secreto a Lætitia. Los muertos no caminan, pensó. Sólo desaparecen.

Volvió a su hogar, y se sorprendió ante el silencio sepulcral que rondaba tras los árboles. No había el menor indicio de vida. Tomó sus pertenencias, pero antes de partir tuvo una sensación de miedo que jamás hubo experimentado. Había oscurecido muy temprano y la luna estaba bañada en un color rojo sangre. Los aldeanos habían salido de sus casas, y al observar el extraño fenómeno prorrumpieron en gritos y alaridos. Vio a lo lejos una figura femenina, hermosa, de largos cabellos carmesíes y una palidez mortuoria, que se acercaba lentamente junto con un gran número de seres, horribles y lúgubres. ¡Estaban muertos! Eran draurgs, que habían rodeado el pueblo entero. Cuando hubo comprendido que no había lugar alguno a donde escapar, se fijó en la sombra encorvada y de largos cabellos albinos entre los árboles. La anciana. Volvió la mirada y observó los restos de la masacre alrededor suyo. Antes de reconocer en la mujer pelirroja al cadáver de su esposa, atinó a mirar los espíritus del fuego fatuo que se elevaban el cielo, y la voz marchita proveniente de los Bosques Negros susurró la traducción del rúnico en las piedras ya rotas.


- ¡El difunto fue obligado a consumirse en la tumba!

14 de febrero de 2008

Naturaleza Muerta


Hoy escapé de casa con cincuenta dólares robados. Vagué por las calles que entonces se me antojaban laberintos dorados: vagué y observé a los niños de rosadas mejillas que reían y atrapaban al sol con sus manos. Creí verlos muertos. Ellos llevaban la consigna de los astros metafóricos impresa en sus frentes, como marcas espectrales de la felicidad insulsa y cándida. Creí haberlos asesinado. Vagué mientras escuchaba melodías de pianos demenciales y voces etéreas; en esos instantes reconocí su canto. El lugar llamado hogar es sólo una memoria.

¿Por qué el verano me trastorna y figura su inexistencia en mis sórdidas metamorfosis? Toda la fastuosidad del oro, la inclemencia de la arena, la palidez de la luz, evoca los amaneceres en donde la miseria brota conjuntamente con las flores de los árboles de la avenida. Antaño fueron rojos eucaliptos que absorvieron el color de mis víctimas más perfectas y amadas: ahora son sólo bastardos de la naturaleza instintiva. ¡Yo subsistía con su imperfección! Mis enredaderas asfixiaban las utopías de púrpuras y añiles, de sueños nebulosos y surrealistas en donde los cisnes de papel volaban al compás de la música de sintetizadores y el pánico. Yo soy una asesina: he decapitado mis propias ilusiones y mutilado mi inocencia. Podría llorar sobre las bougainvilleas secas que ocultaron durante tanto tiempo mi cadáver marchito, podría maldecir la salida del sol y condenarme al recocijo de la eterna clausura. Pero espero la llegada del frío invierno, en donde las capas de enredaderas violetas volverán a renacer y a sumir mi cuerpo difunto entre los confines remotos de la belleza perturbada.

Hoy me di cuenta de que tengo nombre de bastarda; que soy una bastarda y que mi apellido fue sólo una concesión gentil. Vagué por las habitaciones de mi casa que entonces se me antojaban demasiado europeas: vagué y observé por la ventana a las muchachas que pasaban riendo estrepitosamente. Era un grupo de chicas de las que nunca nadie repara, de oscuras facciones y mirada repugnante. Moví la cabeza lentamente y sonreí: había encontrado alimento para los eucaliptos rojos.
Bajé por las escaleras y entre el olor a jazmines impregnado en el ambiente. Cuando hube de sonreírle a la última que iba en el grupo, me percaté de que me iba siguiendo. Yo sólo iba caminando por los parques y las fuentes de agua en donde tantas veces me había ahogado hasta convencerme de una cosa: estaba ya muerta. Pero ella no lo sabía; ella me seguía porque seguro le parecía extraño que aquella niña le hubiera sonreído tan graciosamente. Cuando llegué a mi destino final la muchacha también paró. Me preguntó mi nombre. Aunque traté de reprimir la repugnancia que me producía sé que se percató de algo. Fue entonces que cogí mi bolso y le ofrecí de un líquido color miel que llevaba dentro; ella lo bebió mirándome fijamente mientras trataba de cogerme por la cintura: todo entonces se transformó en el cristal del remolino de arco iris en donde el cielo se fusionó con la tierra y empezó a volar hasta quedar ella completamente fuera de sí.

Tendida en el suelo, exactamente como la quería. El parque estaba vacío y por falta de iluminación todo yacía invisible. Miré a las deidades que agitaban sus alas verdes al compás del viento; los miré y la até a ellos. Un pequeño corte en forma de Y en la nuca y todo estaría listo. Lo más probable es que se despertara en unas horas y gritara mucho, pero no la encontrarían: los dioses estaban hambrientos.

Al día siguiente los eucaliptos volvieron a ser todos rojos.

1 de febrero de 2008

La muñeca de Kafka



Miré sus ojos tristes y caídos. Su cabello castaño le caía por el rostro y sus labios extremadamente rojos contrastaban con la palidez de su piel. La mirada perdida, muñecas desangradas, traje negro, aura sepulcral. ¿Qué le sucede a la chica que yace sentada en la banca del parque? Podría acercarme a ella y decirle cualquier cosa; que mire el cielo, ¡va a garuar!, que el mundo es gris y la atmósfera destruye los sueños; que nunca sonría. Pero ella sigue mirando él ómnibus naranja. Entonces creí comprender por qué.

Vuelvo a mirar la fuente de agua que se interpone entre nosotras, y pretendí acercarme. Ella pretendió alejarse. Siempre nos estuvimos mirando a los ojos.

Ya en el bus naranja miro por la ventana. Y la encuentro en el reflejo del vidrio, muerta.