19 de junio de 2009

Taxidermia


Belle compuso sonetos. Asesinó gatos. Escuchó a Diva Destruction y Cultus Sanguine. Gritó durante dos días sin que nadie la oyera. Maldijo como una posesa. Rompió varios espejos a golpes. Fue a un hospital y jugó a eutanatizar. Inventó la palabra eutanatizar, la cual no hubiera podido llevarse a cabo sin la ayuda de un par de ancianos dementes de buena voluntad. Acuchilló almohadas. Se cortó todo el cabello. Se hizo cortes en el rostro. Lloró de impotencia.


Nada de lo que hacía podía darle indicios de su existencia. Ningún placer entrelazado con el dolor de la presencia de la muerte pudo afirmar o negar el hecho de que allí estaba ella, pálida y eternamente gris, leyendo a Safo y fantaseando con ir a disecar musas en el mundo de sus sueños. Nada. Nada existía para ella.


El perfume de sus cabellos esparcidos por el piso le carcomía la razón, las visiones ambiguas de los objetos de su habitación le destrozaban la conciencia y el sonido de las melodías guturales le perforaban el alma. Dudaba de las atribuciones insanas de la contigüidad metafísica y le perturbaba que todo fuera gradualmente pasajero. Había asesinado siete gatos, cada uno después del otro, pero la sensación de haber matado siete veces al mismo gato la confundía terriblemente. Gritaba en una calle desierta, gritaba al lado de los cuerpos ensangrentados de los gatos, gritaba porque la calle estaba desierta, gritaba porque los cuerpos de los gatos sangraban, gritaba porque estaba al lado de los cuerpos ensangrentados de los gatos, etc...


Nadie la oía.


Cogió la daga y se la clavó en las muñecas. Hizo cortes limpios y profanos; el decoro del rojo de la sangre purificaría la ausencia de los lamentos. Antes de cerrar los ojos observó una serie de colores artificiales, luminosos e indescifrables, que su mente le transmitió mientras tenía los ojos cerrados y se convencía de que no podía morir pues ella, Belle, ya se encontraba muerta.