12 de junio de 2008

Helena (I)

Los dioses nos han bendecido enormemente. Somos los vestigios casi extintos de una estirpe de Reyes que aún agonizan en las criptas y mausoleos de mármol al sur de nuestro reino. La decadencia de la casta simboliza el esplendor de un individualismo sutil, despiadado e insustancial que los hombres van tomando entre sus manos como reconocimiento de la autonomía de los astros visionarios. Nada rige en sus corazones insulsos ni en su temperamento ebrio y cruel, sólo el ideal de una libertad dominante y lejana, inexistente.
Mi Padre, Rey magnánimo, augusto y solemne, despierta al amanecer con los rayos de un sol que se desviste ante el placer del espectro de nuestra Madre. Sus rizos rojizos se opacan bajo el influjo de la diadema que cuelga de su cuello dócil y pálido. Es ella Reina entre Reinas, marcada bajo el sello incandescente de un incesto azul y tolerable. Aquel pecado escarlata es el que llevo como emblema del Linaje Maldito; cabellos de fuego, ruines e infaustos, compartidos con los de mi hermana, la Princesa Helena. ¡Funesto el día en que por vez primera el padre y la hija, Reyes de fábulas otoñales, unieron sus miradas y engendraron a dos frutos sonrosados y rojos, unidos en un mismo vientre! Fatídico fue en verdad aquel instante; mas es designio de los dioses juzgar su extravío.

Los Reyes siempre tuvieron preferencia por la Princesa Helena. Sus excesos fueron considerados como prodigios con los que honraban a las deidades inmortales, consintiendo su comportamiento corrupto y desenfrenado. Todo se debía a la belleza que ella ofrecía: ojos azules sobrenaturales, oscuros en los bordes y claros alrededor de la pupila; labios rojos, y un rostro sonrosado cuyas delicadas líneas hacían pensar en cisnes y piedras preciosas. Llevaba la divisa del Linaje Maldito: hebras rojizas y largas, ingrávidas y pérfidas, cabellera que servía para diferenciar a aquella casta, del pueblo en el que se perdía en búsqueda de nuevos amantes.
Helena era mi vivo retrato. Habíamos permanecido juntos en el vientre de la Reina, y las facciones, los ojos, las expresiones, eran idénticas en ambos. Pero los Reyes jamás sintieron tanta complacencia conmigo como con ella; su crueldad, las orgías que organizaba y donde usualmente asesinaba a los comensales, su depravación gloriosa y su risa, su legendaria risa, invadían la atmósfera con una magnificencia absoluta. Sin embargo yo jamás fui presa de las celebraciones de goce. Mi vida transcurría en el Gran Palacio, tranquila y apacible, consagrada a los manuscritos antiguos y a la apreciación de un arte casi extinto. Me hallaba ajeno al vaticinio que la Sacerdotisa Mayor del Templo, desde períodos inmemoriales, había predicho sobre nuestra estirpe. Mencionaba la crudeza y la sed de sangre que por siempre invadirían a la Familia Real, que estaban condenados desde el inicio de los tiempos por la profanación de la carne y perecerían en cuanto la línea ascendente del incesto llegara a su fin. Era por eso que los Reyes adoraban a Dièmnades, diosa de la fertilidad, y rendían devoción a los dotes femeninos. La Princesa Helena obtenía provecho de eso: su libertinaje jamás obtenía reproches de nuestros Padres. Pero en el pueblo era completamente distinto: pequeñas murmuraciones relativas a su derroche se sumaban a las revueltas producidas por la escasez de trigo. La situación iba haciéndose cada vez más crítica, y los tiempos, más oscuros.

El Rey era ya anciano, llevándole treina y dos años a la Reina. Sus lucidez iba decayendo lentamente, como un crepúsculo en donde pronto habría de reinar la noche. Yo podía leer el miedo que se ocultaba en sus ojos añiles y omnipotentes: temor a que el reino sucumbiera y la Estirpe Roja se perdiera en las nuevas eras, cumpliéndose el fatídico vaticinio de la Sacerdotisa Mayor del Templo. La Reina también tenía conciencia de aquello, y su influencia sobre mi Padre crecía cada vez más. Era ella quien había impuesto el culto obligatorio a Dièmnades sobre la población pagana que los Ejércitos del Norte habían conquistado años atrás. Y también había ordenado que la diosa fuera retratada con cabellos rojizos, lo que originó la indignación popular. Pero sabía que el Rey la despreciaba y jamás le dejaría tomar su puesto de monarca. La Corona me pertenecía: suposiciones suyas eran que si yo la tomaba ella no podría manipularme a su antojo. Mas yo no la codiciaba en absoluto, y fue así que se concibió el plan que convertiría a la frívola y dócil Helena en Reina.

***

Las exequias del Rey se llevaron a cabo en los jardines de Palacio. Sus restos fueron luego transportados a las Criptas del Sur, donde reposaba la familia Real. Nadie lloró su muerte más que yo. Durante meses encendía los inciensos a Eforè diligentemente, para que intercediera ante los dioses por su pecado. Confiaba ciegamente en que sería transportado al Valle de Endosía, donde nuestra estirpe habría de reposar hasta el Final de los Tiempos, en el paraíso de jardines dorados y cielos violetas.
De la Reina Madre no volvió a saberse más. Luego del séptimo mes de la muerte del Rey, cuando los inciensos de Eforè debían ya apagarse, emprendió un largo viaje cuyo destino nadie conoció. No hubo lágrimas en aquel rostro nacarado y orgulloso, perfil de lo que para muchos fue frialdad y crueldad. Mas era un amor incalculable y una ternura insospechada que jamás pudo demostrarle al único que alguna vez amó, el Rey, su padre.

La Princesa Helena fue coronada el quinto día del vigésimo quinto mes del año octavogésimo posterior a la Fundación del Reino de Aurivnèe. No hubo mayor ostento ni decadencia en la celebración que obsequiaría la ahora Reina; manjares traídos del Reino de Bal Halad, flores de Los Bosques Rojos, joyas de las cavernas rocosas… El despilfarro y la ebriedad en la que no sólo se sumió la Nobleza, sino también plebeyos y hasta forasteros desconocidos fue manifiesto de las acciones más siniestras y ruines que se hubieron de cometer en el Reino durante más de cinco décadas: asesinatos colectivos (mayormente causados por envenenamiento), saqueos, orgías en toda la ciudad. No fue una celebración de Palacio; fue algo más parecido a los carnavales de Herèkade, apoteosis que el Rey había prohibido desde los comienzos de su reinado.

4 Comments:

Blogger Magianegra said...

Muy bonito lo que escribes, me gusta el contenido de tu blog. Se ve que hay algo en tu alma fuera de serie. Te invito a que pases por mis blogs:

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Saludos.

11:03 p. m.  
Blogger zeta said...

Sigue escribiendo bastante bien, siempre con ese aire griego y antiguo...Muy interesante lo de Helena, ojalá termine bien, besos...

5:37 p. m.  
Blogger Gittana said...

wow!!!! magnifica historia...

Espero con ansia la segunda parte...

6:28 p. m.  
Blogger Gittana said...

sigo esperando mi segunda parte princesita...

10:43 a. m.  

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