Hyákinzos
Apolo abrió los ojos. ¿Habría sido acaso arrebatado su largo sueño, el de los azules y púrpuras? ¿Qué fragancia, qué dicha, qué virtud puede percibirse ante aquel adormecimiento de los sentidos que aún no debía finalizar? Gracia divina, congoja la de los dioses; el baile perfumado de las vírgenes ante el eterno esplendor inmortal.
Y entonces comprendió el joven de la sonrisa soberbia y el encanto reposado: el sonido férreo de las argollas que adornan las muñecas de las doncellas lo había despertado.
Iban ellas llenas de júbilo tomando flores y colgándolas en sus suaves y oscuras cabelleras, espiadas por la mirada indiscreta del dios. Reía él ante el manifiesto candor de la juventud que aún no ha de despertar. Reía, y podría haber seguido riendo por siempre, si es que tras las nubes que se iban alejando no hubiera aparecido la bella y afable silueta del príncipe Jacinto.
Ágil, delicado y bello, yacía apoyado junto a un árbol rojizo y frío. Su rostro claro y enérgico transmitía jovialidad y dulzura; pero poseía una nota grave de melancolía en el semblante, de aquellas desasosegadas y tristes. El perfume de las azucenas parecía hacerlo respirar; y el color de los lirios pálidos y majestuosos se alzaba en la tonalidad refulgente de su piel. Apolo lo observó pasmado, encontrando en su perfección y melancolía el ideal sereno de la belleza. Lo miraba a él y no a las doncellas que danzaban al compás del pérfido Dionisio.
Llamó entonces al gorrión de plumaje opaco.
- Gorrión ¡alza vuelo y acude a mi llamado, pues he oído tus plegarias! Ve sobre el joven de ondeados cabellos y mirada perdida al que pocos conocen con el nombre de Jacinto. Te posarás en sus manos de marfil, y yo te recompensaré con la voz que nunca tuviste, la cual utilizarás para adormecerlo y lo sumergirlo en el sueño del que jamás despertó Psique. No temas, pues aquella será una melodía que los ruiseñores envidiarán y que de ahora en adelante susurrarás al mundo cada día al amanecer. Ahora ¡vuela!
El gorrión se posó en manos de Jacinto. Cantó como nunca lo había hecho; la melodía que brotó de su interior era mágica y en cuestión de segundos se encargó de dormir al príncipe. Y nadie sabe cuánto tiempo pasó; si fueron segundos, días o años en los cuales Jacinto estuvo sumergido entre los océanos del Sueño. Cuando por fin sus ojos empezaron a abrirse, el dios Apolo lo tenía tomado entre sus brazos.
Juntos corrían por las praderas, observados por las celosas ninfas. Juntos tocaban la lira y recogían bellas flores, absorviendo su aroma. Cuando Jacinto dormía Apolo le cogía los oscuros y ondeados cabellos, al atardecer. Sus voces etéreas se reproducían por medio de los vientos, llegando hasta lugares inimaginables. Sus voces fueron también escuchadas por Céfiro.
Apolo durmió estando aún despierto. Vio y oyó entre imágenes entrecortadas un disco, el soplo del Viento, un grito desgarrador, y una pequeña flor en medio del campo grisáceo. Todo se volvió niebla; a lo lejos se escuchaban los furiosos murmullos del Viento del Oeste. Se repetía todo de nuevo; el aroma de las azucenas iba incrementándose, y de pronto se vio a sí mismo junto con Jacinto. El hermoso, el suave y pálido Jacinto iba desplomándose mientras sangre caía sobre el césped, y él, Apolo, la tomaba entre sus manos. La risa lejana de Céfiro lo inundaba todo; Céfiro el bello y arrogante, el pacífico y cruel. La sangre seguía cayendo; Apolo vio entonces flores hermosas. Y oyó por última vez la voz melancólica y sosegada de Jacinto, junto al disco maldito e infiel.
Apolo despertó. Jacinto aún yacía a su lado, durmiendo. Pero una sombra se movía entre los árboles; era Céfiro, el Viento del Oeste.