27 de julio de 2006

Hyákinzos

La esencia de las flores frígidas y discretas rondaba por el bosque. Al compás de las melodías dionisíacas, alborotadas, feroces, las jóvenes iban danzando alrededor de los prados grises y radiantes.

Apolo abrió los ojos. ¿Habría sido acaso arrebatado su largo sueño, el de los azules y púrpuras? ¿Qué fragancia, qué dicha, qué virtud puede percibirse ante aquel adormecimiento de los sentidos que aún no debía finalizar? Gracia divina, congoja la de los dioses; el baile perfumado de las vírgenes ante el eterno esplendor inmortal.
Y entonces comprendió el joven de la sonrisa soberbia y el encanto reposado: el sonido férreo de las argollas que adornan las muñecas de las doncellas lo había despertado.

Iban ellas llenas de júbilo tomando flores y colgándolas en sus suaves y oscuras cabelleras, espiadas por la mirada indiscreta del dios. Reía él ante el manifiesto candor de la juventud que aún no ha de despertar. Reía, y podría haber seguido riendo por siempre, si es que tras las nubes que se iban alejando no hubiera aparecido la bella y afable silueta del príncipe Jacinto.

Ágil, delicado y bello, yacía apoyado junto a un árbol rojizo y frío. Su rostro claro y enérgico transmitía jovialidad y dulzura; pero poseía una nota grave de melancolía en el semblante, de aquellas desasosegadas y tristes. El perfume de las azucenas parecía hacerlo respirar; y el color de los lirios pálidos y majestuosos se alzaba en la tonalidad refulgente de su piel. Apolo lo observó pasmado, encontrando en su perfección y melancolía el ideal sereno de la belleza. Lo miraba a él y no a las doncellas que danzaban al compás del pérfido Dionisio.

Llamó entonces al gorrión de plumaje opaco.
- Gorrión ¡alza vuelo y acude a mi llamado, pues he oído tus plegarias! Ve sobre el joven de ondeados cabellos y mirada perdida al que pocos conocen con el nombre de Jacinto. Te posarás en sus manos de marfil, y yo te recompensaré con la voz que nunca tuviste, la cual utilizarás para adormecerlo y lo sumergirlo en el sueño del que jamás despertó Psique. No temas, pues aquella será una melodía que los ruiseñores envidiarán y que de ahora en adelante susurrarás al mundo cada día al amanecer. Ahora ¡vuela!

El gorrión se posó en manos de Jacinto. Cantó como nunca lo había hecho; la melodía que brotó de su interior era mágica y en cuestión de segundos se encargó de dormir al príncipe. Y nadie sabe cuánto tiempo pasó; si fueron segundos, días o años en los cuales Jacinto estuvo sumergido entre los océanos del Sueño. Cuando por fin sus ojos empezaron a abrirse, el dios Apolo lo tenía tomado entre sus brazos.

Juntos corrían por las praderas, observados por las celosas ninfas. Juntos tocaban la lira y recogían bellas flores, absorviendo su aroma. Cuando Jacinto dormía Apolo le cogía los oscuros y ondeados cabellos, al atardecer. Sus voces etéreas se reproducían por medio de los vientos, llegando hasta lugares inimaginables. Sus voces fueron también escuchadas por Céfiro.

Apolo durmió estando aún despierto. Vio y oyó entre imágenes entrecortadas un disco, el soplo del Viento, un grito desgarrador, y una pequeña flor en medio del campo grisáceo. Todo se volvió niebla; a lo lejos se escuchaban los furiosos murmullos del Viento del Oeste. Se repetía todo de nuevo; el aroma de las azucenas iba incrementándose, y de pronto se vio a sí mismo junto con Jacinto. El hermoso, el suave y pálido Jacinto iba desplomándose mientras sangre caía sobre el césped, y él, Apolo, la tomaba entre sus manos. La risa lejana de Céfiro lo inundaba todo; Céfiro el bello y arrogante, el pacífico y cruel. La sangre seguía cayendo; Apolo vio entonces flores hermosas. Y oyó por última vez la voz melancólica y sosegada de Jacinto, junto al disco maldito e infiel.


Apolo despertó. Jacinto aún yacía a su lado, durmiendo. Pero una sombra se movía entre los árboles; era Céfiro, el Viento del Oeste.

25 de julio de 2006

En Cantamientos


Después de dos semanas en lo mismo, escribiendo como si nada hubiera sucedido, me percaté de la palabra 'incesto' y 'contranatura'. El marrón influyó demasiado. Hubiera venido como antes; como el sábado, el domingo, el no-sé-qué día feriado, pretendiendo que todo existía y el sol salia sólo para fastidiarme. Melodías funestas, como si fueran bailarinas de cajas pequeñas y compactas; las de Huraño. No es un clavecín, no es el sonido hueco y triste; es el armonioso, el vacío y grotesco.
Le hubiera dicho ¿Te puedo dibujar? Me quedaré los próximos milenios con la sensación del cabello, de la piel que jamás fue clara, los ojos tan comunes y vulgares, el timbre de voz grave y triste.
Vuelvo a preguntar. ¿El color marrón influyó en algo? Probablemente sí. Schubert. Que siga sonando la melodía que reconocí en pedazos. No es el clac hueco, sino el límpido y abominable. ¿Pero qué puede hacerse si es que así lo quiere? ¿Escuchar cómo el sonido brota de sus manos, y tratar de comprender cómo se puede seguir permitiendo que carcoma la imagen fija que alguna vez estuvo allí, postrada e inerte? ¿Y es, acaso así?
A un pianista.

24 de julio de 2006

Las Hadas Blancas

Libros deshojados, pavor reprimido, manía enternecedora. Cristales rotos.

Seguían las evidencias de las luchas que se habían propagado tan sutil y destructivamente, como la peste. Los silencios entrecortados también iban alargándose mientras cobraban una vitalidad terrorífica, e invadían la habitación con una delicadeza tan bella...y perturbadora. La destrucción se alzaba en medio de la miseria y los ecos de los gritos que aún habían sobrevivido, mezclados con píldoras esparcidas por los rincones. Allí siguieron...y luego desaparecieron.

¡Cuánto se necesita de aquel pesar melancólico, aquellos delirios y demencias, cuando todo es monótono, sistemático y vacío! Cuánto extraño los momentos en blanco en donde surgían seres malditos que traían consigo el Carril del Pánico y lo arrastraban por cada rincón de mi habitación, escondiendo los cristales y entonando cánticos que jamás llegué a comprender. Y cuánta nostalgia sigo sintiendo, al recordar aquellas pequeñas hadas blancas que se sumergían en mi garganta y me llevaban al mundo de la Realidad Ficticia, en donde los colores inundaban el cielo asemejándose al agua, mientras las manzanas de cristal y las enredaderas negras seguían esperándome en medio de la nada, vestida de terciopelo. Licántropos y espectros pavorosos que caminaban entre los cielos y mares, destruyendo la fantasía, y llevándome hacia la realidad. Realidad en donde la Tierra yacía llena de cajas cuadradas y puntos ciegos que andaban tropezándose unos con otros. Y aquel mundo maravilloso e inexistente de Elíxires para Prometeos encadenados en las rocas del paraíso terrenal, fue desgarrado por buitres que quisieron (y lograron) apartarnos de aquel maravilloso hemisferio lleno de delirios, alegrías y fobias.

Entonces las hadas perdían sus encantos...el techo se dejaba de mover, la definición de los objetos volvía nuevamente. Los gritos cesaban y eran reemplazados por silencios mortuorios...


El tiempo seguía pasando. La resistencia iba cediendo...el mundo se extinguía...mis visitas eran más cortas.
Hasta que, simplemente, las hadas desaparecieron.

Las busqué por todos lados. En mi gaveta, bajo mi cama, en el rincón donde siempre habían estado. Y descubrí en aquel momento, que sentía que ya no las necesitaba. Quise morir...estaba...cediendo. No las necesitaba.

El Mundo Paralelo fue reemplazado por la cruda realidad. Las alucinaciones se fueron, la calma monótona y el sentimiento de gris en todas partes iba nublándome, convirtiéndome en uno de los seres encapuchados que tantas veces había visto en mis visitas a la Realidad Ficticia. No necesitaba aquellas níveas y decoloradas pastillas. No quería necesitarlas. Estaba...curándome.


Aquella funesta enfermedad había desaparecido. Y yo había muerto con ella.

21 de julio de 2006

Orpheus

Lo inmortalicé entre versos, lienzos y cinceles que narraban los sucesos de un Apolo cargando una lira rudimentaria, dirigiéndose hacia el paraíso. Pero nada, nada comparado con las esmeraldas que brotaban entre los valles que atravesaba; el agua transformada en cristal por el resplandor que producían ambas esferas sujetadas por lazos de terciopelo sobre aquellas enredaderas negras. Y en los prados que había ignorado deliberadamente la maleza resurgía con ansias carnívoras, mientras devoraba el pasaje que alguna vez había reproducido el otoño del Olimpo, perfilando tres Artemisas corriendo por los alrededores de un marco jamás profanado.

Tal vez quise convertir su andar encorvado en una marcha silenciosa de gacela; tal vez lo quise ver ¡tan mal! .Y es que en cada arca escarlata puedo ver, o tan sólo imaginar, la caligrafía minuciosa y estirada que comunica incoherencias, y un cofre que contiene todos los colores del mundo con los cuales plasma aquella inconfundible realidad. Y ambas esferas de cristal, las cuales pensé habían desaparecido para siempre, seguían cubriendo nuevamente a las niñas con una elegancia que la misma Minerva envidiaría. Pero desgraciadamente me limitaba a observarlas fingiendo mirar al cielo, y mi atención no acaparaba las demás maravillas que resurgían entrelazadas unas a otras.

Y hay veces en las cuales me pregunto... ¿Orfeo o Apolo?. Y en aquella banca lejana a su imperio, es confundido con andares cabizbajos y sortijas azabaches, pero jamás sustituida su lira. Entre la humedad y la garúa que empapaba las páginas de un libro que pretendía leer, el otoño iba acercándose poco a poco y susurraba en las sortijas que revoloteaban al compás de Eolo. Y uno, o tal vez dos universos de quimeras andantes las cuales confundía con la realidad, iban arrebatándome poco a poco cada zafiro que había escondido en cinco joyeros hechos de sus lágrimas; más el olor de humedad jamás se desprendería de mi memoria; la melodía nunca cesaría de repetir el mismo coro imaginario de ninfas de madera y vírgenes de metal que susurraran al unísono, “¿Mortal o Dios?”.

Y mientras más trato de extirpar cada pequeño retazo de vitral que fragmenté para que nunca fuera destruido, más me percato de que aquellos vidrios matizados en violetas y escarlatas yacen en medio de todo, desangrándome.

19 de julio de 2006

Camino por la Morgue

Y seguimos caminando...

Yacía entre dos sombras que creían pertenecerles, mientras nos íbamos acercando a aquella construcción en escala de escarlatas, rodeado de miseria envuelta en un resplandor que le pertenecía. Mientras más penetrábamos en aquella guarida más iba creciendo el anhelo de ver el contorno ondeado emerger de entre los suburbios, seguidos por los recuerdos en los cuales hacía su aparición... Y si bien iba cogiendo ya una mano, no podíamos hacer más que volver la mirada y pretender, o simplemente fingir, que todo era impreciso.

Escondidos todos, observamos el andar pesado y hostigado, con el bolso sujeto, y el maletín cogido de la mano izquierda. Mientras así descendía, todo volvió en sí: el ruido frenético hizo que recuperáramos la conciencia. Asustada, seguí la marcha doblando en sentido contrario, para no volver a ver jamás aquel andar.

Pero algo me hizo detener..
La puerta se abría. Se abrió.
Y sin preocupación, miedo ni pánico, desapareció ante ella.

15 de julio de 2006

Un Crisantemo Escarlata

Desperté en medio de la garúa, la niebla y el insomnio. Habría podido jurar que alguien había estado asfixiándome, pero eran los simples remordimientos que se liberaban preparando el comienzo de un nuevo día para seguir ejecutando su castigo. Abrí la ventana y el gélido Eolo penetró cargado de brisas en la habitación, mientras podía sentir el olor de las cámaras mortuorias que se extendían a cinco cuadrados del lugar en donde yacía yo. El panorama era tan hermoso: el rocío humedeciendo los crisantemos y las enredaderas negras que trepaban la pared mientras dos noctámbulos se deslizaban en sentido contrario; el gigantesco hospital al frente adornado por la niebla, donde se interponía una ciclo vía llena de árboles rojizos... Eso me hizo recordar todo de nuevo, mientras una luna circular me advirtió que ambos cristales habían desaparecido para siempre. Hubiera producido la misma sensación en mí como si la lira hubiera sido apartada de Orfeo, pero todo aquel pánico que siempre había cubierto en escalas de violetas y lienzos grisáceos ahora no era más que una simple añoranza del tiempo en que todavía aquello tenía un significado abstracto, tan hermoso y fúnebre. Pero desde el día en que adquirió personificación, todo volvió a un plano existente y sistemático que me trastornó por el simple hecho de alejarse tanto de mi propia realidad: la utopía.

Junto con la luna llena y el olor a muerte rondando por la avenida me resigné a esperar su llegada. Ellos sabían que yo estaba enterada de su existencia; yo sabía que ellos me conocían. Pero estaba segura que esta vez vendrían por mí. Sin prisa abandoné mi habitación y recorrí entre las diáfanas luces que seguían languideciendo el corredor para dirigirme hacia la ventana de la sala. Todo seguía igual: la atmósfera azul aún rondaba por el cielo cogido de la mano con una niebla densa, mientras los árboles escarlatas rociaban el líquido de las cucardas, y las brisas entonaban un silbido desgarrador. Cogí un abrigo, y la puerta se cerró con un suave crujido mientras yo me encontraba en el balcón, abriendo la reja.

Bajé lentamente las escaleras mientras cada paso resonaba con un eco profundo. Seguí con mi marcha lastimosa dirigiéndome hacia un escondite, mientras los noctámbulos se sentían identificados con aquella llamada que había sido rajada en el cielo con tinta dorada. “¿Es tiempo ya?”. “No” – respondí, al cruzar con uno. La niebla había alcanzado un apogeo único, y era imposible ver un metro más allá de mí, pero no obstante, seguí mi marcha, mientras sentí pasos cercanos a los míos, deduciendo que los noctámbulos los habían sentido finalmente.

Entonces, al escuchar los silbidos agudos provenientes del sur, mi calma se vio frustrada y el pánico se apoderó de mí. Corrí, sin importar que no pudiera ver nada, hacia el brillo oblicuo en medio del mundo gris que estaba esquivando. Corrí, y junto conmigo habían estado corriendo todos, mientras entramos a la Iglesia.

Había una virgen de metal acompañada de un niño lleno de bucles doradas y en medio un cofre carmesí colgado de la pared en donde prendía una llama. Millones de curvas y puntas verticales, que parecían hechas de nieve sostenían la Iglesia con un gesto majestuoso, mientras podía percibir poco a poco los cantos que zumbaban en torno a ella. Sentí que alguien cerraba la puerta firmemente, asegurándola. Éramos seis personas dentro, sin embargo, nos encontrábamos separados, sin hablar. Allí reconocí al joven que me había preguntado si ya era hora, y yo, sin saber por qué, le había respondido que aún no.

Y fue allí cuando, por primera vez nos miramos todos. Escuchamos la marcha silenciosa de aquellos malditos, que venían de nuevo, pero esta vez a realizar el ataque decisivo. Primero escuchamos su dialecto endiablado, y los aullidos, mientras el olor a muerte se incrementaba poco a poco. Silencio. Hubo un silencio mortal, y después de eso, comenzaron los gritos lejanos, hasta que se acercaron tanto que creímos ser nosotros mismos. El pánico me había consumido, mientras los otros se encontraban temblando en las bancas y esquinas, inmóviles, sin saber qué hacer. Los gritos seguían, se alzaban, las imploraciones de ayuda cobraban vida, los pasos de gente corriendo y tratando de escapar me producían una sensación de asfixia. Un niño gritaba, pidiendo ayuda. Y allí fue cuando sentí el sonido de un mordisqueo, el hambre, y la funesta sensación que se los estaban comiendo. Los gritos seguían, las amenazas, las peleas, las luchas, las ansias de sobrevivir, salvarse. Y todos seguían sin hablar.

Luego de horas del suplicio, todo cobró calma. Un silencio mortuorio invadió todo, mientras no nos atrevíamos ni a respirar, sin aún comprender por qué no habían profanado la Iglesia. Sentí que habían transcurrido milenios, hasta que una joven abrió la puerta. Nadie le había dicho nada; nadie era capaz de articular palabra alguna. Abrió la puerta, y un grito aún más desgarrador que todos los que habíamos escuchado salió de su garganta, mientras se tiraba al piso y lloraba frenéticamente. Los demás nos levantamos, y fue una tetricidad que me congeló la sangre mientras caía de rodillas, al descubrir todo yacía teñido de rojo, mientras alguna gente aún respiraba, con signos de batalla y mordidas por todo el cuerpo. Cadáveres descuartizados, huesos roídos, cuerpecillos inertes amontonados en la pileta que se había teñido de rojo. Y en medio de todo, los crisantemos, pisados, destruidos y, al igual que todo, rojos.

Aquella noche hubo luna llena. Y los licántropos habían llegado.

12 de julio de 2006

Regina Coelis


Fue entonces que los cinco noviembres presentaron sus alabanzas y todo se sumió en un estado de aparente quietud. Tras los lagos místicos y añiles pudimos recorrer el camino mirando hacia los Olimpos que se extendían por todos los confines, mágicos y ruines, conmemorando cada segundo como el más excelso de los desprecios embaucados. Supe tanto y tan poco; vislumbré su piel sonrosada y el azul de su mirada. La vi así, caminando entre las sombras con el cabello ondeado y aquella risa maligna y devota que iba inundándolo todo. Pensé en cornucopias, obeliscos, doncellas vírgenes y crisálidas grises. Imaginé que ella todo lo era, que siempre lo había sido; aún cuando la gracia embriagaba su semblante y perdía cada designio de crueldad y soberbia que adulaba su mirar; aún cuando su belleza adquiría la candidez insulsa de las hijas de Eros; aún cuando su naturaleza atroz y despiadada se extraviaba –embelesada por las teclas del clavecín y los susurros del viento- entre la niebla y la humedad de un invierno eterno en el cual ella reinaba.

¡Regina hermosa y maldita! Jamás verás las espinas de tu traición clavadas en mis muñecas. ¡Cándida criatura celeste! Encuentra, en medio de la capa de crisantemos, los juegos de niña de una infancia ya sepulta y por siempre añorada: las muñecas de cristal. Espolvorea sus mejillas y pinta sus labios junto con los tuyos, criatura narcisa e infecunda. Así irán expandiéndose los milenios de sus piras y collares de perlas: entre el martirio, candor, la crueldad, belleza, arrogancia y soberbia de una eterna niña jamás consolada.

10 de julio de 2006

Par en Tesis

Descuarticé a Alban, pues él no existía y yo jamás fui María.

6 de julio de 2006

Narciso


Tiene la piel extremadamente pálida y los ojos oscuros. Sus rasgos perfectamente proporcionados y la delicadeza con que la sonrisa adorna su semblante sereno y arrogante hace pensar en un lejano y desdichado Narciso. Su andar melancólico y ondeado; el cabello revuelto ante las brisas invernales y las luces ciegas. Va así, con la vanidad que sólo la belleza proporciona, tomando pequeñas flores de las praderas cercanas. Las hay coloridas y radiantes; apacibles y fúnebres; grotescas y cubiertas de espinas. A todas coge con sus dedos largos y fríos, aquellos sonrosados y suaves que consumen y acarician; derrotan, sepultan y asesinan. Flores cubiertas de rocío, flores insípidas y marchitas, bellas y ocultas que hacen brillar sus ojos y aumentar la codicia que se puede leer en ellos al suspirar. Absorve el perfume de las fúnebres, agota la belleza de las radiantes y quita las espinas de las grotescas que jamás lograron herirlo. Todas son importantes, unas más que otras, pero simplemente no puede evitarlo: las desea, las necesita con aquella pasión del jamás satisfecho, de aquel que necesita nutrirse de la belleza ajena para seguir subsistiendo.
Hoy lo he visto de cerca. Comprendí su eterno círculo vicioso; la debilidad que para otros es fortaleza. Y lo habré de compadecer por siempre. A él, a la eterna perfidia y a su resplandor.